Cientos de PCR, escaso público y un inesperado vuelco a la carrera en la cronoescalada marcan un Tour cuya mejor noticia es que ha llegado a París
Incertidumbre. Ganas de ciclismo. Desasosiego. Inquietud. Una pandemia que volvía a alcanzar cifras poco halagüeñas. Un año desde la última gran vuelta. Nervios. Meses muy duros a las espaldas. Esperanza. Equipos confirmados. Una cuenta atrás que terminaba. Niza engalanada. Y la ilusión por la carrera más grande del mundo, intacta.
Así llegaba el incierto pero esperado Tour 2020. Aquel que se presentó con un reducidísimo aforo en el Paseo de los Ingleses de la capital de la Costa azul el 27 de agosto, hace una vida ya. El mismo que echó a rodar dos días más tarde, en una jornada de perros en la que tres cuartas partes del pelotón se fueron al suelo, en la que Thibaut Pinot empezó a perder una vez más el Tour y en la que un crecido equipo Jumbo-Visma quería decidir si se competía o se paseaba.
Maillot amarillo para el Emirates. Ya volveremos a esto más tarde, porque lo cierto es que el día siguiente se lo quitó un audaz Alaphilippe, dispuesto a ser tan protagonista como en la edición anterior de la ronda gala. No fue posible: un avituallamiento indebido lo alejó del liderato de la carrera unos días después.
Entre la pasividad competitiva y el temor al virus
Las etapas iban pasando y la euforia inicial de la afición fue tornando en la apatía y el desengaño habituales cada vez que la Grande Boucle comienza a recorrer las carreteras francesas. Unas carreteras mucho más vacías de lo habitual, que mostraron, sin embargo, imágenes poco responsables en las primeras etapas de montaña. El presentimiento de que el Tour no llegaría a los Campos Elíseos se volvió mayoritario.
El clásico tren del Sky/INEOS que nos había acompañado casi una década dejó paso al del Jumbo-Visma, un equipo con mucho potencial que, sin embargo, no se ganó la simpatía del resto del pelotón —ni la del público—. La batalla más disputada e interesante no fue la de los hombres de la general, sino la que mantenían el Bora del carismático Peter Sagan y el Deceuninck de Sam Bennett por el maillot verde.

Las diferencias más importantes entre los favoritos surgieron en una etapa llana en la que Tadej Pogacar y Mikel Landa perdieron 1 min 21 s por abanicos en el pelotón. Siguiendo el guion establecido, Primoz Roglic tomó el jersey de líder justo antes de la primera jornada de descanso, mientras su compatriota Pogacar, que había pasado a la ofensiva, se llevaba la primera piedrecita del suculento botín que acumularía después de las 21 etapas. Para entonces, el barco de Pinot ya había naufragado.
El primer momento decisivo del Tour no fue otro que el de las pruebas PCR antes de la décima etapa. Un equipo que tuviera dos o más positivos podía irse a casa. Pero no ocurrió: solo se registraron cuatro casos, cada uno en una escuadra diferente, y ninguno de ellos en corredores. El que sí que tuvo que estar unos días lejos del pelotón fue Christian Prudhomme, el director de la carrera.
El Tour seguía adelante. Eso sí, con pocos cambios respecto a lo ya visto hasta entonces. Sin ataques entre los candidatos a la general, los favoritos iban cayendo por su propio peso. Importantes fueron las despedidas de la general de Egan Bernal, defensor del título, y Nairo Quintana, ambas en la etapa del Grand Colombier, cuando Pogacar volvió a imponerse antes de la última jornada de descanso.
También hubo momentos mágicos en este Tour. La tenacidad de Marc Hirschi, perseverante en las fugas y premiado con una victoria de etapa y con la supercombatividad en París; el compañerismo entre Richard Carapaz y Michal Kwiatkowski, que entraron abrazados en meta celebrando una victoria que se adjuntaba el polaco como recompensa por todos sus sacrificios por el equipo… y la sorpresa de que en la segunda tanda de test todos los resultados fueron negativos, lo que significaba una rotunda victoria para el sistema de burbuja y aislamiento frente al coronavirus planteado por la dirección de la carrera.
Francia vibraba por su fiesta, dejando a un lado las penurias de la pandemia. En la tercera semana también latieron deprisa los corazones de los aficionados al sur de los Pirineos. El landismo vivió momentos álgidos en los Alpes, cuando Bahrain decidió destronar a Jumbo del control de la etapa, aunque Mikel no fue capaz de rematar el trabajo. El día siguiente, con más amor propio que piernas, fue él mismo quien lo probó, de nuevo sin resultados. Nada que reprochar y mucho que aplaudir.
Los 36,2 km que lo pusieron todo patas arriba
Hay días en los que lo inimaginable puede suceder. Las sólidas fortalezas pueden convertirse en castillos de naipes y las tenaces hormiguitas en feroces leones. Es entonces cuando algunas ilusiones se derrumban, las cábalas se hacen añicos, unas palabras pesan y otros sueños se cumplen. Pues bien, todo ello ocurrió en la contrarreloj de la penúltima etapa.

La justicia poética quiso que, el año en que menos kilómetros de esta especialidad sumaba el recorrido del Tour, fuese una contrarreloj —o cronoescalada, concretamente— la que cambiase por completo el rumbo de la carrera. Roglic, al que todos hacíamos ganador del Tour, entró en meta con el casco mal ajustado y un pedaleo desacompasado que no eran sino la descripción gráfica de su hundimiento. Pogacar le había sacado dos minutos en la crono y se proclamaba nuevo maillot amarillo. Lo que hizo el joven esloveno fue de locos. Hizo la contrarreloj de su vida. Destruyó por completo el Tour trabajado —¿lo suficiente?— por Jumbo e hizo las delicias de una afición desencantada con el ciclismo moderno.
Lo que pasó después es bien sabido por todos. Un Pogacar, segundo vencedor más joven de la historia del Tour, que acumuló casi tantos jerséis como un vecino de Burgos cuando llega el invierno y un maillot amarillo que volvía al Emirates para cerrar el círculo y dar algo de armonía a un Tour incierto. Un equipo Jumbo cuyas caras de desconcierto y circunstancia llegaban al suelo, puro contraste con un Primoz Roglic deportivo e incluso coleguita de su triunfador compatriota. Un Richie Porte al que al fin le sonreía la suerte y podía subir al podio de París. Un récord de maillots verdes que no pudo llevarse a término por la superioridad de Bennett. La enésima clasificación por equipos para yasabemosquiénes…
Y, en definitiva, una carrera que fue capaz de imponerse a la complicada coyuntura mundial para seguir siendo lo que desde hace años es: el mayor sueño y el peor de los desengaños de todos los aficionados que, ya sea en las siestas europeas o durante las madrugadas australianas, siguen el deporte más bonito del mundo.
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